A nadie le gusta sufrir, nadie disfruta el dolor. Cuando recibimos una ofensa o un maltrato, sufrimos en nuestro cuerpo o en nuestra mente o en nuestra alma. Perdonar a quien nos ha producido ese malestar es difícil en principio porque hemos sufrido ese dolor, pero también porque nuestra soberbia se hace presente junto con el padecimiento.
Así es, al dolor corporal o anímico se asocia también un ego que nos acerca al enojo, a la tristeza y al rencor. Sumando todo esto, podemos imaginar por qué se vuelve difícil sanar, olvidar y perdonar a aquellos que nos ofenden o nos lastiman.
El que perdona por no acumular rencor que puede hacerle mal a sí mismo, está perdonando por egoísmo. El que perdona por sentirse superior y magnánimo ante el ofensor, está siendo soberbio. Nada de esto acerca realmente al hombre a la perfección de Dios que es a la que debemos aspirar.
En efecto, Jesús nos invita a ser perfectos como es perfecto nuestro Padre. Y por lo tanto a perdonar a los demás como Él nos perdona anosotros. ¿Cómo y por qué perdona Dios? ¿Porque es superior a nosotros o para no acumular rencor? No. Dios nos perdona porque nos ama y es capaz de perdonarnos infinitamente más allá de nuestras culpas. Dios ha estado dispuesto a sufrir por nuestras culpas, no sólo nos perdona, está dispuesto a pagar nuestras deudas, a ser Él el que sufra en nuestro lugar.
De esa misma forma quiere que amemos, de esa misma forma quiere que perdonemos, porque amar es también perdonar. Es alejarse de sí mismo y acercarse a Dios a pesar de lo que cualquiera pueda habernos hecho. Pensemos en Jesús en la cruz, sufriendo por los pecados del mundo, siendo inocente y pidiendo al Padre que nos perdone. A eso debemos aspirar en nuestras relaciones lastimadas o difíciles.
“Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”… Señor, danos fuerza para alejarnos de nuestro dolor y perdonar, Señor, danos humildad para alejarnos de nuestra soberbia y olvidar. Amén.